18-03-2017 a 14-05-2017
En el conjunto de trabajos recientes de Matías Movillo confluyen dos asuntos que en principio podrían parecer muy distantes entre sí: por un lado, la noción de testimonio (a partir de recuerdos personales del pasado lejano), y por el otro, lo rotundamente sensorial (el implacable “aquí y ahora” físico propuesto por la imagen y la materialidad de cada una de estas pinturas).
Es decir, en este trabajo se manifiesta la decidida voluntad del autor por transformar lo autobiográfico -y todos sus fantasmas- en materia sensible.
Aunque suene a perogrullada, para funcionar, estas obras requieren de nuestra presencia. Para asimilar los nutrientes de estas pinturas es indispensable que estemos aquí, aquí mismo y en este momento, contemplándolas en persona. De ese modo, nos podemos acercar y alejar, movernos de un lado hacia el otro, interactuar con sus componentes y extraer de ellos todo tipo de señales que nos permiten acceder a este lenguaje secreto, a este jeroglífico que nos propone ser descifrado más desde lo emocional que desde el intelecto.
En términos plásticos, el espacio es un asunto que para Matías resulta un protagonista decisivo; el espacio y su deconstrucción, su desmantelamiento, su puesta en tensión. Gran parte del conflicto espacial en estas obras surge entonces desde la pugna entre luz y sombra, desde la compleja negociación que opera entre figura y fondo, y la manera en como ese diálogo se entrelaza con las múltiples tensiones entre texturas y descascarados, transparencias y opacidades.
Podríamos afirmar que estamos aquí ante una gran colección de superficies trastornadas.
En cuanto a sus procedimientos técnicos, y aunque opera claramente desde la “lógica del cuadro”, este cuerpo de obras establece una notable diferencia respecto de los métodos de la pintura tradicional. En este caso, la materia no se va sumando gradualmente sobre un soporte, sino que, más bien, es depositada de golpe sobre ese soporte (a veces hasta su saturación), para luego iniciar du despojo progresivo y pausado, en un proceso que podríamos considerar eminentemente sustractivo: esto es, la rigurosa aplicación inicial de varias capas de cinta para enmascarar, otras tantas capas de pintura sobre la retícula de cinta, y la posterior y paulatina devastación –parcial o total- de ambos materiales.
En cuanto a sus procedimientos técnicos, y aunque opera claramente desde la “lógica del cuadro”, este cuerpo de obras establece una notable diferencia respecto de los métodos de la pintura tradicional. En este caso, la materia no se va sumando gradualmente sobre un soporte, sino que, más bien, es depositada de golpe sobre ese soporte (a veces hasta su saturación), para luego iniciar du despojo progresivo y pausado, en un proceso que podríamos considerar eminentemente sustractivo: esto es, la rigurosa aplicación inicial de varias capas de cinta para enmascarar, otras tantas capas de pintura sobre la retícula de cinta, y la posterior y paulatina devastación –parcial o total- de ambos materiales.
Es decir, Matías primero carga, y luego descarga. Primero alimenta, y luego hambrea. Primero genera opulencia, y luego desata la escasez. Primero instaura reglas, y a continuación las somete al desgobierno. Dicho de otro modo: el artista ha inventado un sistema para desencadenar -desde lo regular, racional y metódico- un caudal impredecible, lírico, místico, pulsional.
De este modo, cuando cree estar pintando, en verdad está componiendo música electrónica, ritmos sincopados y melodías disonantes; un vital tejido de límites y transgresiones. Cuando siente que está sumergiéndose en su memoria, lo que en realidad está haciendo es supervisar una secuencia de demoliciones, de derrumbes programados.
Matías Movillo es un fabricante de arenas movedizas: manchas que flotan a la deriva o que están ancladas a otras manchas.
Sus pinturas son un viaje espiritual plagado de accidentes y patrones que van emergiendo del camino mismo. De superposiciones, reservas, rasgaduras. De continuidad y discontinuidad. De maceración. Cada pintura es una cisterna, un embalse, una represa; un charco de lodo, de petróleo, de lágrimas, de hidrógeno, de helio… Ciénagas, musgos, lama. Costras. Sedimentos.
Bosques encantados, camuflajes militares, reptiles desollados, una red de nervaduras (orgánicas o sintéticas, curvas o rectas). Mensajes póstumos. Lápidas. Una cascada fragmentada. Decadencia y decaimiento, tragedias de mármol y caramelo. La trama de un vidrio roto. Cartografías. Coreografías. Desbordes. Obediencias y desobediencias: a lo burgués, a lo monstruoso, a lo magnético. Llagas y laceraciones -físicas y emocionales- con el brillo y la viscosidad de la tinta esmeralda de un modesto bolígrafo Bic.
Estas pinturas no son ilusiones espectrales; son materia viva y real. Son cuerpos. Son la vida que brota de las ruinas. Es el renacer de la vegetación después de un incendio: donde antes había sólo humo y escombros calcinados, ahora fluye savia. O como el propio artista lo describe, en estas obras se celebra la reconciliación con “el momento en el que descubres que la grieta de una casa se debe a una grieta en el terreno”.
Yo no se si Matías busca algo puntual con su trabajo, pero si así fuese, tengo la impresión que eso que busca en su pintura es consuelo. Y belleza. Consuelo, belleza, y ojalá la posibilidad de enfrentar y exorcizar sus miedos. Al mismo tiempo, es posible percibir además una exploración de lo voluptuoso, de lo suntuoso, sólo que –paradójicamente- esto se persigue a través de la austeridad y la contención.
La memoria de largo plazo es crucial en estas obras: Matías invoca su infancia y luego la sepulta, reiteradamente. En ese sentido, estos trabajos tienen mucho de juego. Pero es una especie de juego de Fort–Da pictórico, en el que el autor evoca y replica, una y otra vez, la secuencia de la construcción de una casa, de un hogar, de una familia -la madre, el padre, los hermanos-, su gradual desmontaje y su definitiva desintegración. De esta manera, a través de su práctica, logra “controlar” y editar los eventos: dirigirlos, alterarlos, congelarlos, precipitarlos, intercalarlos, decidir dónde comienzan y dónde se detienen.
Para quienes no conocían su obra, resultará algo desconcertante enterarse que, hasta el año 2006, Matías Movillo era considerado el más promisorio representante del realismo pictórico en Chile. Hasta mediados de ese año, entonces, produjo una pintura gentil, tenue, silenciosa, de bajo contraste, brumosa y melancólica. Sin embargo, al apreciar hoy su obra reciente, si bien se conserva intacta la carga de ensoñación y misterio, ésta parece haber evolucionado hacia una poética más industrial, científica y de combate: cada una de las pinturas en esta exposición se comporta como una inquietante maquinaria, un pequeño laboratorio, un intenso e inagotable campo de batalla.
Cristián Silva
marzo, 2017